Qué distintas son las cosas de día y de
noche. Durante todos los días del año Gabriela había atravesado el pasaje de la
escuela a la avenida. Dos veces al día, de ida y de vuelta. Pero bastó que se
quedara hasta más tarde en una reunión de las Olimpiadas Matemáticas para que
la noche se enseñoreara de la diminuta calleja. No era muy tarde, pero la iluminación
se reducía al reflejo de las luces de la ciudad en las nubes bajas, que volaban
a gran velocidad arrastradas por un viento que estremecía los huesos. Los
umbrales de las casas, tan cómodos para sentarse a charlar antes de entrar o en
las horas libres, parecían ocultar sombras que se deformaban cuando fijaba la
vista en ellas. Se dijo a sí misma que no había nada de que preocuparse, que en un rato saldrían los
demás chicos. Ella se había adelantado, no quería cruzar una palabra más con “ése”.
Sacó el celular y sintonizó la radio que le gustaba, esa donde pasaban las
canciones que la hacían sentirse tan viva, que hacían que su cuerpo se llenara de
música hasta que tenía que saltar y
bailar para no desbordarse, siempre con la puerta de su cuarto cerrada con
llave, única defensa contra hermanitos molestos.
Britney Spiers terminaba de hacerlo
otra vez y los Jonas Brothers, nuevamente reunidos, acometían su más reciente
hit.
Se había olvidado los auriculares así que se
llevó el teléfono a la oreja y comenzó a caminar. La música haciéndole magra compañía.
El kiosquito, con su pequeño patio, refugio favorito de los que se rateaban,
estaba completamente a oscuras. Las sombras parecían brotar de allí, de esos
arbustos retorcidos plantados alrededor de los bancos. Un gato blanco pasó a su
lado corriendo velozmente, silencioso como un fantasma. Caminó más rápido, el corazón
acelerado latiéndole en los oídos. Se estremeció cuando escuchó pasos detrás
suyo. Se apuró. Con las pisadas resonando como un eco lúgubre llegó a la
avenida, totalmente iluminada por las luces de mercurio. Al girar a la esquina
aprovechó para dar un rápido vistazo hacia atrás. Una capucha asomó a la luz,
una campera gastada de cuero negro y jean gastados. La cara no llegaba a vérsele. Gabriela tuvo un sorprendente atisbo de una mirada azul.
Comenzó Crazy, de Gnarls Barkley, el
riff de su bajo era inconfundible.
Sólo estaba a media cuadra de la
parada, la radio interrumpió la canción para las noticias de las ocho y media.
No prestó atención hasta que oyó la frase “choque fatal de un 77” pero la radio pasó a la
situación política internacional sin dar más detalles. Se preocupó, el 77 era
el colectivo que debía tomar. ¿Pasaría? Pasaba, faltaban diez metros para la parada
cuando el 77 le pasó por al lado. Corrió, el colectivo frenó y se abrió la
puerta, como esperándola. Justo en ese momento sintió como la agarraban de la
mochila. Era el encapuchado, que repetía algo que no se escuchaba por encima
del ruido de la radio y de motor del colectivo.
“Does that make me crazy. Does that
make me crazy”
Asustada, forcejeó para liberarse de la
mano y subió al colectivo que arrancó velozmente. Lo último que escuchó fue un
algo a medias entre un grito y un ruego, algo así como “A ese colectivo no”.
Nerviosa pero aliviada, con una mano en el celular y el celular cerca de la
oreja, mostró el pase, casi sin mirar. Las luces azules de los leds daban una
tonalidad extraña a la cabina. La máquina rechinó y escupió el boleto. Estaba
en blanco. Gabriela dudó, pero temió que por la hora la obligara a pagar el
boleto. Entonces tendría que bajarse porque no tenía monedas. Se sentó en el
segundo asiento de los individuales. Comparado con la multitud asardinada que
viajaba a la mañana, el colectivo parecía vacío. Una pareja de ancianos ocupaba
el primer asiento doble. Más atrás una mujer de mediana edad acunaba un niño
que tendría tres o cuatro años. Tres asientos detrás de ella, un hombre con
overol sucio miraba por la ventana. El asiento final lo ocupaban tres jóvenes,
extrañamente silenciosos. Se acomodó en su asiento, avergonzada de repente, le
bajó el volumen a su celular.
Desde el rincón del recuerdo, Charly García
cantaba Rezo por vos.
El colectivo iba definitivamente
rápido, devorando semáforos en amarillo por la avenida vacía. Gabriela se relajó
y comenzó a cantar en voz baja.
“Entonces rezo, rezo por vos”.
El colectivo dobló en una callejuela
lateral. No era el recorrido. Miró por la ventanilla para asegurarse. No
reconocía nada, todas las casas estaban a oscuras, las persianas cerradas. Los
negocios mostraban las cortinas bajas. Sólo el viento hacia que las hojas
caídas parecieran vivas. En las esquinas no se leían los nombres de las calles.
Se levantó del asiento para preguntarle
al chofer, al mirarlo por el espejo quedó petrificada. Arriba de la camisa
celeste, en vez de cuello había vértebras y en vez de cara y ojos, una calavera
de negras cuencas la observaba. El colectivo llegó a una bocacalle y frenó
bruscamente. Un bocinazo como la nota más grave de un órgano de iglesia. Gabriela se precipitó hacia delante y terminó al lado del conductor.
“Y cerré mis heridas y me encendí de
amor”.
Lo miró directamente, con horror, pero
solo vio una cara, común, el pelo cortado prolijamente y los ojos marrones,
fijos en el camino. “Me habré equivocado” pensó, y miró el volante.
Aferrandolo, dos manos blancas, todas huesos, las manos de un esqueleto.
Espantada, levantó la vista. La calavera la miraba, con una sonrisa pétrea.
Horrorizada, intentó correr hacia la
puerta trasera. Ocho esqueletos vestidos la miraban, ocho calaveras, ocho pares de cuencas negras fijas en ella. Congelados en una mueca eterna, ocho sonrisas
como un rictus mortuorio.
“de amor sagrado”
Sin saber que hacer trató de marcar un número
en el celular. Un largo dedo de hueso asomaba de la manga de su guardapolvo.
Abrió la boca y gritó, pero ningún sonido salió de su garganta. Entonces
tropezó con su reflejo en el espejo. Una calavera la miraba con las mandíbulas
abiertas. Las cuencas negras de los ojos abriéndole la puerta a la eternidad.
“rezo por vos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario